Desde que tengo uso de razón he sentido esa ronda constante, callada y a veces hasta perturbadora de las musas. Duendes traviesos que ponen melodías en tu cabeza, voces que te dictan en sueños los versos que después se ordenan en el papel, asociándose con acordes y notas. Cuántas veces me habrán preguntado en mis cuarenta años de profesión eso de ¿cómo se compone una canción? ¿Qué va primero la melodía o la letra?
Y una sonrisa maliciosa se dibuja en el rostro de las musas mientras flotan entre nosotros, etéreas, intangibles, haciéndonos tararear cualquier tonadilla que se nos ocurra, dándonos pistas para que las descubramos, marcando su ritmo musical para que nuestra sensibilidad baile a su son.
Su canto, como ya sabes, es privilegio de unos poc@s elegid@s, aquell@s que tienen el “don” y que luego educan el alma y el oído para recibirlas.
Y lo digo por ese orden porque no se trata de estudiar solfeo y aprender a tocar todos los instrumentos que puedas. Ni siquiera ser un erudito musical o un gran “maestro de las partituras” te garantiza la visita de las musas. Como tampoco tener ese “don” para la música te llevará a los altares del “Hit Parade”, si no te preparas para ser un buen receptor del destello inspirador de nuestras mágicas amigas.
Todos hemos oído eso de “tiene mucho oído para la música” o aquello de “lleva el ritmo musical en las venas” pero esos afortunados se quedan en meras anécdotas si carecen de las otras condiciones básicas como son conocimientos, preparación y sobre todo constancia.
Picasso dijo algo así como “que la inspiración te sorprenda trabajando” y parece que en su relación con las musas, ellas le contaron al oído este secreto para genios.
Por otro lado ese “don” indispensable del que hablamos debe de ser cosa del cielo, o quién sabe si de algún gen perdido que dota al compositor de la facilidad para trazar caminos melódicos y del talento para rimar palabras y frases hasta convertirlas en versos.
Una especie de aguja para un sastre musical con la que coser estrofas y estribillos, intros y codas hasta obtener la deseada canción.
¿Cómo nacen las canciones?
De mil y una maneras como en el cuento. La mayoría por amor, muchas por la necesidad de gritar un sentimiento, otras por felicidad, tantas por algún corazón roto… Y nunca sabes de donde, ni cómo ni cuándo vienen. Lo de cantar en la ducha o en el estadio no cuenta, seamos serios.
¿Cómo se hacen las canciones?
Bien, ya hemos hablado de la inspiración, del canto de las musas, de esa bombilla que se enciende en alguna parte de ti, es decir, cuando las ideas empiezan a manar a chorros, o tienes el oficio y conoces la mecánica de cómo plasmar ese milagro, o todos esos rayos de luz se van por el sumidero del olvido y se convierten en “polvo en el viento” como decía aquella mítica canción de Kansas, que tanto éxito tuvo en mitad de los años 70.
En cualquier materia el aprendizaje es la base.
Tener estudios musicales, dominar algún instrumento, o cultivar esa ilusión que te envuelve en plan autodidacta (la mayoría de los artistas más célebres de la historia de la música han aprendido por su cuenta).
Finalmente accedes de una manera u otra a ese lenguaje o argot que utilizamos entre compositores y músicos y que nos sirve para nominar e identificar las partes en las que se divide la estructura de una canción. Por supuesto esa nomenclatura cambia según el idioma y el país de donde sea el composit@r.
Así pues cualquier canción que se precie consta de:
A) INTRODUCCIÓN (“intro”), que si lleva además implícito un riff o frase musical que la identifique gana puntos de cara a su posible éxito (en los años 80, una buena intro era imprescindible para sonar en la radio).
B) ESTROFAS (“ofas”), una o varias según su duración. En las ofas se empieza a desarrollar la canción tanto a nivel melódico y rítmico como de texto, introduciendo el inicio de lo que quieres contar.
C) PUENTE (igual “puente”), que habitualmente es una parte más corta que sirve de enlace para llegar a la parte central de la canción, el Estribillo o Chorus en inglés.
D) ESTRIBILLO (“billo”), que es el centro neurálgico del tema. La parte que contiene esa melodía con la que hay que contagiar al público, la que encierra el mensaje que el público coreará, en una palabra el “gancho” de la canción.
E) PUENTE “C”, es la variación melódica que habitualmente va entre los estribillos finales, enlazándolos y haciendo que la coda final no sea una repetición constante.
Por lo tanto si tuviéramos que exponer la estructura clásica de la mayoría de las canciones esta sería así:
INTRO – OFA1 – OFA2 – PUENTE 1 – BILLO –
OFA3 – OFA4 – PUENTE 2 – BILLO – PUENTE C – BILLO FINAL
Como veis el Billo es la parte vital y la que se repite más veces.
Obviamente dejo fuera de estos parámetros a esos genios que aparecen de tanto en tanto rompiendo todos los moldes y estructuras establecidas, y que crean un tema sin pies ni cabeza pero que magnetiza al mundo entero sin saber porqué.
A estas canciones yo siempre las defino como “Magia”.
Pues bien, conociendo ya las partes, tanto melódicas como textuales, que necesitamos para formar la columna vertebral de una canción (alguien preguntará pero donde encuentro esas melodías y esos versos y yo siempre le diré que busque a sus musas), nos faltaría el tercer palo de esta baraja de tres, que es EL RITMO MUSICAL.
La base rítmica es la sala de máquinas que sustenta todo el engranaje, que abre diferentes universos y nos hace mover caderas o corazones según hablemos de bailar o enamorar…
El ritmo musical es ese latido del tambor ancestral que hemos ido transformando con mil y un instrumentos que percuten desde cada región del planeta. Origen de tantas formas y estilos musicales que conviven en nuestro presente, y que son cordón umbilical en el nacimiento de cada canción.
Rock & Roll, Blues, Jazz, Pop, Flamenco, Soul, Reggae, Folk, Tecno, Funk, Tango, Bolero, Bachata, Reggaetón, Bossa Nova, Country, Ranchera, Cumbia, Merengue, Sardana, Rumba, Opera, Zarzuela, y todos los estilos habidos y por haber, provenientes de diferentes lugares del globo, pero todos con la máxima de sacudir nuestro esqueleto.
El ritmo es la especia, la sal y la pimienta que dan sabor al sonido, el cimiento que sujeta el arreglo, la chispa que enciende la dinamita con cada golpe de percusión.
Caja, bombo, redoble de toms, silbido de cháston, apertura de platos, la batería es el “atleta” de los instrumentos, el corredor de fondo que aguanta hasta el final, y templa el ritmo musical con delicadeza o agresividad según dicte la partitura.
Fue mi primer instrumento, y yo autodidacta e intuitivo aporreaba los parches con más ilusión que maestría, pero disfruté como un enano a mis dieciséis…
Y si ya has descubierto alguna de las claves para componer una canción, ahora como en cualquier rama del arte el siguiente paso se llama “éxito”. Convertir ese toque divino en algo apreciado por el mundo. Algo así como coronar la cima de la montaña o lograr aunar un montón de gargantas delante de un escenario coreando esa melodía que surgió en la intimidad del beso lúdico de tu musa particular.
El éxito de una canción siempre se ha medido por esa atracción irresistible que ejerce en la gente, para querer escucharla a todas horas, para no parar de cantarla, para sentir que está hecha especialmente para cada uno de nosotros.
Hoy que tenemos tantos accesos a las canciones a través de internet y las plataformas y dispositivos digitales, (sin olvidar nunca a mis queridos y fieles cds y vinilos), los éxitos saltan como el corcho de una botella de champán, efervescentes y ruidosos.
Ya veis, las canciones forman parte de nuestras vidas, siempre están ahí, en los sonidos del silencio como decían “Simon & Garfunkel”, o en tu imaginación según John Lennon, así que cierra los ojos, escucha, imagina y ponle a tu alma unos zapatos de gamuza azul para bailar AL RITMO MUSICAL DE LAS MUSAS, y quizás esta noche consigas atrapar una de ellas.